Cuando, una mañana, me presenté a
trabajar, después de varios días de licencia médica, noté que habían colocado
un mueble en un rincón de la gran sala. Está confeccionado con hermosa madera,
a juzgar por el color y las vetas que se ven desde cierta distancia. Me llamó
la atención; aunque es similar en la confección, al resto del mobiliario del
salón. Las caras de los compañeros de trabajo era la misma de siempre, una
mezcla entre apatía y aburrimiento con un dejo de sueño, marcadamente más notable
el lunes de cada semana.
Trabajo en un rincón, un apartado. Tengo
allí un escritorio, similar al casi centenar del local, los que están
dispuestas a todo lo largo y ancho, separados por pequeñas mamparas. En varias
secciones hay muebles para guardar folletos, escritos, documentos de variada
índole. Incluso tenemos una pequeña caja fuerte, que nunca vi que la usaran.
Aunque sé que un supervisor, de los tantos que hay, lo usa para guardar cierto
tipo de documentos, pero cuyo valor entiendo es más que nada como respaldo. No
hay dinero adentro, porque en estas oficinas se atiende público pero no se
realiza ningún tipo de cobranza. Incluso las estampillas utilizadas se venden
en un kiosco que está cruzando la calle.
Pero… me desvié de lo que era el núcleo del
relato. Perdón, amigo lector. Le contaba que al regresar de la licencia noté la
figura de un armario en un sector donde antes no había nada, estaba con la
pared desnuda. Lo noté porque, cada día, cada vez que me siento ante mi
escritorio, miro en derredor en busca de algo diferente, de algo nuevo. Pero en
general, excepto esta vez, todo se mantiene inalterable, o lo parece. Tras
treinta años de idéntica rutina, no logro acostumbrarme y busco algo nuevo cada
vez que me siento en la misma silla. Lo nuevo o diferente fue este armario de
madera.
Lo observé de lejos por varios días.
Miraba seguido, intentando determinar quién lo usaba. Pero tras una semana de
pesquisa, nadie lo abrió.
De regreso de un fin de semana largo, a
mediados de Julio, el armario seguía allí. ¿Por qué no estaría? En fin, quizás
-como suele suceder a veces- el mueble en cuestión no era para esta sección y
lo pasarían a retirar, cualquiera de estos días, cuando alguien reparara en que
su solicitud no llega, y tras buscar en
el sistema encontraría que alguien equivocó la sección, el domicilio o lo que
sea, y el mueble vino a parar aquí, y no a donde debía. Lo cierto es que el
mueble seguía en su lugar, y nadie, excepto yo, estaba preocupado por ello. Creo
que todos en estas oficinas nos comportamos un poco como autómatas, pues cuando
tienes una idea y la planteas, alguien cree que estás serruchándole el piso, o
cree otro que es estúpido y te catalogan de tarado, imbécil o lo que sea. Esta
actitud lleva a que cada uno se detenga sólo en sus cosas y olvide pensar.
Parece que pensar mata. O mata si piensas y lo comunicas. En fin...
En una pausa de la atención al público
me dirigí al sector donde estaba el gran mueble, de noble madera, según
constaté in situ. Está, del otro lado, justo detrás de dos escritorios que
pocas veces se usan, contra la pared. Y no sólo eso. Está amurado a la pared.
Claro que eso no es visible a simple vista. Pero entenderá, amigo lector, tenía
que ver de cerca el mueble.
Todos estamos ensimismados en nuestras
respectivas rutinas, en los reclamos de las personas que atendemos, en la larga
fila de personas que se aproximan y van generando ese murmullo, como de cientos
o miles de abejas. ¿Lo has escuchado alguna vez, amigo lector?
Cuando estuve en el sector donde ahora
está empotrado el mueble en cuestión me dirigí a uno de los colegas oficinistas
y le pregunté por el robusto elemento de madera. Él me miró por sobre el
armazón de sus anteojos, por sobre sus lentes culo de botella, miró hacia la
sección que le señalaba, y dijo: “¿Qué…? Ah, no lo había notado. ¿No estaba
antes? Bueno, no sé. Disculpa estoy algo ocupado con este escrito y…” Bajó la
vista, se volvió a meter en la pantalla y allí se perdió. Supe, inmediatamente,
que del resto de los compañeros de trabajo obtendría similar respuesta, más o
menos parecida. Por ende, decidí no indagar más por ese lado.
El mueble siguió allí por un tiempo. Mi
curiosidad no se desvaneció, sino que se incrementó. Miraba siempre que podía,
y sin que los demás notaran nada. Es más, a nadie más pregunté por el tema y
cada cual estaba en su propio mundo, ese cuyo esqueleto es el innumerable
número de expedientes que se tramitan, días tras día, año tras año. Los
funcionarios vienen y van, pasan treinta años sentados en casi las mismas
sillas, ante los mismos escritorios, escribiendo memorándums que otros
continúan y luego le llega un telegrama que le indica que está en tiempo de
jubilación, por lo que debe iniciar el trámite de su cese o el de la
continuación, bajo contrato por un año más, lo que puede renovarse. Muchos lo
hacen, algunos no. Muchos ingresan en un estado de depresión que los lleva a
morirse, poco tiempo después. Aunque no existe estadística que lo señale,
aunque sí ciertos estudios al respecto.
Pero, nuevamente, amigo lector me desvié
del tema. El mueble, sí, el armario empotrado en la pared, en el sector opuesto
al mío. Seguía allí, con sus dos grandes puertas que nadie abría. Nadie, en los
dos largos meses que llevaba observando, desde el primer día en que reparé que
estaba allí.
El 25 de agosto, lo recuerdo bien, porque
es uno de los pocos feriados del año y fui. Fui a mi trabajo, un día no laborable,
con la escusa de terminar un escrito pendiente que debía ingresar, el día
siguiente del feriado, sobre las nueve de la mañana.
El guardia, de la puerta de entrada, me
dejó entrar aunque no me conocía, por cuanto fui en un horario distinto al
habitual en que trabajo allí. En realidad, no es raro que alguien acceda a
terminar algún escrito pendiente. Me dirigí directamente al sector “Medios y
Recreación”, que es la zona donde está el armario. Verifique que siguiera
amurado. Y lo estaba, no solo en ese rincón. Intenté abrir una de las puertas,
pero estaba cerrada. Tomé unas de las llaves que disponemos para varios
ficheros y muebles, y si bien no coincidió plenamente, pude abrir la hoja
derecha del armario. No había más que algunas carpetas sin importancia.
Me senté en el piso desilusionado. Con
la cabeza entre las manos como un niño que no encuentra su tesoro escondido.
Pero, un aire fresco se colaba desde debajo del armario. Algo inusual. Me
arrodillé y busqué, levanté los papeles que estaban sobre la base, el piso del
armario, levanté la tabla que los sostenía y “el cielo se abrió…” En realidad
lo que pasó es que quedó al descubierto una abertura. Debajo del armario
empezaba un túnel. Algo así como un pozo de tres metros fue lo primero que
noté. Debía bajar.
Como hay estanterías en varias zonas del
gran salón, tenemos escaleras de distintos tamaños distribuidas por ahí. Tomé
una pequeña de unos dos metros y medio. Bajé. Mi primera percepción era cierta,
el foso era el inicio de un túnel. Estaba oscuro.
En mi bolsillo siempre tengo un linterna
pequeña, que la tengo sujeta al llavero. Es una de esas que te ofrecen cada vez
que subes a los ómnibus del transporte público de la ciudad, junto con
caramelos, medias almanaques y cuanto sea vendible en un medio de transporte de
pasajeros.
El túnel se extendía más de cincuenta
metros, terminaba en un lugar frío. El que supuse era el sótano de uno de los
edificios que daba al este de mi oficina. Volví sobre mis pasos. Salí del
armario. Nadie había ni al sur, ni al norte; tampoco al oeste, y hacia el este
estaba la pared. Volví a mi escritorio, en el otro extremo de la oficina.
Me sentía agitado cuando llegué para
acomodarme en mi antigua silla giratoria. Las preguntas me llovieron: ¿Un
túnel… para qué? ¿Acaso una salida de emergencia que nunca se terminó de
construir? No, claro que no. ¿Alguien intentaba robar algo; pero qué? Sólo
papeles hay por doquier. Materiales sin importancia.
Ensimismado en mis preguntas estaba
cuando noté que el pantalón se había manchado de tierra. ¿Cómo se lo explicaría
al guardia? Sin embargo, recordé que casi un año atrás había traído un pantalón
de reserva y lo tenía en el último cajón de mi escritorio. Fue después de que
ocurriera el percance. Esa tarde que no olvidaré. Una colitis que no me dio
tiempo a nada. Fue la vez que vi sonrisas en los rostros de mis compañeros de
trabajo, habitualmente secos, agrios, melancólicos o apáticos.
Salí del edificio sin problemas. Al día
siguiente del feriado todo estaba igual que siempre. Los mismos rostros, quizás
un poco más relajados, incluso algunos con ojos felices, y más de uno con
resaca. Pero todos, irremediablemente, metidos en sus rutinas. Incluso el
armario parecía haber estado toda una vida allí, inmutable como los rostros de
los funcionarios.
Cada tanto sigo mirando al sector donde está
el armario, pero no observo nada extraño. Casi… casi que perdí interés, pero
quizás mis dudas nunca sean contestadas: ¿A dónde conduce el túnel bajo el
armario? ¿Por qué nadie repara en el nuevo elemento del mobiliario? ¿Habrá
alguien más, aparte de mí, que sepa del secreto que encierra el armario y no
dice nada como yo?
Walter H. Rotela
2015
*Este cuento forma parte del libro Serie Túneles publicado en Editorial Bubok.
**Otros libros míos descubrilos en la página del autor en Bubok.
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