domingo, 17 de enero de 2016

Cuento - El Armario







Cuando, una mañana, me presenté a trabajar, después de varios días de licencia médica, noté que habían colocado un mueble en un rincón de la gran sala. Está confeccionado con hermosa madera, a juzgar por el color y las vetas que se ven desde cierta distancia. Me llamó la atención; aunque es similar en la confección, al resto del mobiliario del salón. Las caras de los compañeros de trabajo era la misma de siempre, una mezcla entre apatía y aburrimiento con un dejo de sueño, marcadamente más notable el lunes de cada semana.
Trabajo en un rincón, un apartado. Tengo allí un escritorio, similar al casi centenar del local, los que están dispuestas a todo lo largo y ancho, separados por pequeñas mamparas. En varias secciones hay muebles para guardar folletos, escritos, documentos de variada índole. Incluso tenemos una pequeña caja fuerte, que nunca vi que la usaran. Aunque sé que un supervisor, de los tantos que hay, lo usa para guardar cierto tipo de documentos, pero cuyo valor entiendo es más que nada como respaldo. No hay dinero adentro, porque en estas oficinas se atiende público pero no se realiza ningún tipo de cobranza. Incluso las estampillas utilizadas se venden en un kiosco que está cruzando la calle.
Pero… me desvié de lo que era el núcleo del relato. Perdón, amigo lector. Le contaba que al regresar de la licencia noté la figura de un armario en un sector donde antes no había nada, estaba con la pared desnuda. Lo noté porque, cada día, cada vez que me siento ante mi escritorio, miro en derredor en busca de algo diferente, de algo nuevo. Pero en general, excepto esta vez, todo se mantiene inalterable, o lo parece. Tras treinta años de idéntica rutina, no logro acostumbrarme y busco algo nuevo cada vez que me siento en la misma silla. Lo nuevo o diferente fue este armario de madera.
Lo observé de lejos por varios días. Miraba seguido, intentando determinar quién lo usaba. Pero tras una semana de pesquisa, nadie lo abrió.
De regreso de un fin de semana largo, a mediados de Julio, el armario seguía allí. ¿Por qué no estaría? En fin, quizás -como suele suceder a veces- el mueble en cuestión no era para esta sección y lo pasarían a retirar, cualquiera de estos días, cuando alguien reparara en que su solicitud no llega,  y tras buscar en el sistema encontraría que alguien equivocó la sección, el domicilio o lo que sea, y el mueble vino a parar aquí, y no a donde debía. Lo cierto es que el mueble seguía en su lugar, y nadie, excepto yo, estaba preocupado por ello. Creo que todos en estas oficinas nos comportamos un poco como autómatas, pues cuando tienes una idea y la planteas, alguien cree que estás serruchándole el piso, o cree otro que es estúpido y te catalogan de tarado, imbécil o lo que sea. Esta actitud lleva a que cada uno se detenga sólo en sus cosas y olvide pensar. Parece que pensar mata. O mata si piensas y lo comunicas. En fin...
En una pausa de la atención al público me dirigí al sector donde estaba el gran mueble, de noble madera, según constaté in situ. Está, del otro lado, justo detrás de dos escritorios que pocas veces se usan, contra la pared. Y no sólo eso. Está amurado a la pared. Claro que eso no es visible a simple vista. Pero entenderá, amigo lector, tenía que ver de cerca el mueble.
Todos estamos ensimismados en nuestras respectivas rutinas, en los reclamos de las personas que atendemos, en la larga fila de personas que se aproximan y van generando ese murmullo, como de cientos o miles de abejas. ¿Lo has escuchado alguna vez, amigo lector?     
Cuando estuve en el sector donde ahora está empotrado el mueble en cuestión me dirigí a uno de los colegas oficinistas y le pregunté por el robusto elemento de madera. Él me miró por sobre el armazón de sus anteojos, por sobre sus lentes culo de botella, miró hacia la sección que le señalaba, y dijo: “¿Qué…? Ah, no lo había notado. ¿No estaba antes? Bueno, no sé. Disculpa estoy algo ocupado con este escrito y…” Bajó la vista, se volvió a meter en la pantalla y allí se perdió. Supe, inmediatamente, que del resto de los compañeros de trabajo obtendría similar respuesta, más o menos parecida. Por ende, decidí no indagar más por ese lado.
El mueble siguió allí por un tiempo. Mi curiosidad no se desvaneció, sino que se incrementó. Miraba siempre que podía, y sin que los demás notaran nada. Es más, a nadie más pregunté por el tema y cada cual estaba en su propio mundo, ese cuyo esqueleto es el innumerable número de expedientes que se tramitan, días tras día, año tras año. Los funcionarios vienen y van, pasan treinta años sentados en casi las mismas sillas, ante los mismos escritorios, escribiendo memorándums que otros continúan y luego le llega un telegrama que le indica que está en tiempo de jubilación, por lo que debe iniciar el trámite de su cese o el de la continuación, bajo contrato por un año más, lo que puede renovarse. Muchos lo hacen, algunos no. Muchos ingresan en un estado de depresión que los lleva a morirse, poco tiempo después. Aunque no existe estadística que lo señale, aunque sí ciertos estudios al respecto.
Pero, nuevamente, amigo lector me desvié del tema. El mueble, sí, el armario empotrado en la pared, en el sector opuesto al mío. Seguía allí, con sus dos grandes puertas que nadie abría. Nadie, en los dos largos meses que llevaba observando, desde el primer día en que reparé que estaba allí.
El 25 de agosto, lo recuerdo bien, porque es uno de los pocos feriados del año y  fui. Fui a mi trabajo, un día no laborable, con la escusa de terminar un escrito pendiente que debía ingresar, el día siguiente del feriado, sobre las nueve de la mañana.
El guardia, de la puerta de entrada, me dejó entrar aunque no me conocía, por cuanto fui en un horario distinto al habitual en que trabajo allí. En realidad, no es raro que alguien acceda a terminar algún escrito pendiente. Me dirigí directamente al sector “Medios y Recreación”, que es la zona donde está el armario. Verifique que siguiera amurado. Y lo estaba, no solo en ese rincón. Intenté abrir una de las puertas, pero estaba cerrada. Tomé unas de las llaves que disponemos para varios ficheros y muebles, y si bien no coincidió plenamente, pude abrir la hoja derecha del armario. No había más que algunas carpetas sin importancia.
Me senté en el piso desilusionado. Con la cabeza entre las manos como un niño que no encuentra su tesoro escondido. Pero, un aire fresco se colaba desde debajo del armario. Algo inusual. Me arrodillé y busqué, levanté los papeles que estaban sobre la base, el piso del armario, levanté la tabla que los sostenía y “el cielo se abrió…” En realidad lo que pasó es que quedó al descubierto una abertura. Debajo del armario empezaba un túnel. Algo así como un pozo de tres metros fue lo primero que noté. Debía bajar.
Como hay estanterías en varias zonas del gran salón, tenemos escaleras de distintos tamaños distribuidas por ahí. Tomé una pequeña de unos dos metros y medio. Bajé. Mi primera percepción era cierta, el foso era el inicio de un túnel. Estaba oscuro.
En mi bolsillo siempre tengo un linterna pequeña, que la tengo sujeta al llavero. Es una de esas que te ofrecen cada vez que subes a los ómnibus del transporte público de la ciudad, junto con caramelos, medias almanaques y cuanto sea vendible en un medio de transporte de pasajeros.
El túnel se extendía más de cincuenta metros, terminaba en un lugar frío. El que supuse era el sótano de uno de los edificios que daba al este de mi oficina. Volví sobre mis pasos. Salí del armario. Nadie había ni al sur, ni al norte; tampoco al oeste, y hacia el este estaba la pared. Volví a mi escritorio, en el otro extremo de la oficina.
Me sentía agitado cuando llegué para acomodarme en mi antigua silla giratoria. Las preguntas me llovieron: ¿Un túnel… para qué? ¿Acaso una salida de emergencia que nunca se terminó de construir? No, claro que no. ¿Alguien intentaba robar algo; pero qué? Sólo papeles hay por doquier. Materiales sin importancia.
Ensimismado en mis preguntas estaba cuando noté que el pantalón se había manchado de tierra. ¿Cómo se lo explicaría al guardia? Sin embargo, recordé que casi un año atrás había traído un pantalón de reserva y lo tenía en el último cajón de mi escritorio. Fue después de que ocurriera el percance. Esa tarde que no olvidaré. Una colitis que no me dio tiempo a nada. Fue la vez que vi sonrisas en los rostros de mis compañeros de trabajo, habitualmente secos, agrios, melancólicos o apáticos. 
Salí del edificio sin problemas. Al día siguiente del feriado todo estaba igual que siempre. Los mismos rostros, quizás un poco más relajados, incluso algunos con ojos felices, y más de uno con resaca. Pero todos, irremediablemente, metidos en sus rutinas. Incluso el armario parecía haber estado toda una vida allí, inmutable como los rostros de los funcionarios.
 Cada tanto sigo mirando al sector donde está el armario, pero no observo nada extraño. Casi… casi que perdí interés, pero quizás mis dudas nunca sean contestadas: ¿A dónde conduce el túnel bajo el armario? ¿Por qué nadie repara en el nuevo elemento del mobiliario? ¿Habrá alguien más, aparte de mí, que sepa del secreto que encierra el armario y no dice nada como yo?
Walter H. Rotela
2015

 
El armario - 
CC by - 
Walter Hugo Rotela González 

*Este cuento forma parte del libro Serie Túneles publicado en Editorial Bubok.
**Otros libros míos descubrilos en la página del autor en Bubok.

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Atte. Pedro Buda

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