jueves, 20 de noviembre de 2008

¿Eres formoseño?

¿Si eres formoseño y vives en otro sitio que no sea tu tierra natal, te animarías a escribirme sobre tu experiencia en otras partes del globo terráqueo ?

Todo formoseño que ha viajado sabe que no en todas partes hay los 45 o 50 grados que se disfruta en la Tierra de largas siestas e interminables tererés...

Un cuento... una huella Parte de su cerebro

Parte de su cerebro

       Esta es la desconsolada historia de un amigo. Por razones obvias mantendré su nombre en secreto, a cambio le asignaré un seudónimo que me parece adecuado: Juan. Como el hecho en sí me pareció interesante le pedí su autorización para crear este relato, el cual es verás en todo, excepto en lo referente al nombre de mi amigo. 
         Él acababa de levantarse. Tras preparar el desayuno, pensó en la gran cantidad de ropa que tenía para lavar; en las doradas playas montevideanas; en las delicadas curvas que encontraría allí; en las muchas diversiones que podrían alegrar su día. La ropa sucia puede esperar -pensó. Esta ropa que me espera, puede seguir esperando un día más, una tarde más, no importa. Así, cavilando, quedó con la mirada fija en su desayuno, en las rodajas de salamín y queso dispuestas, groseramente, sobre una tabla de madera, de las que se usan para picar carne. También el mantel a cuadros, anaranjado, estaba sucio. Vio la manteca y se le hizo agua la boca, entonces, se abalanzó sobre su desayuno cual oso tras la miel. 
      Pasados unos minutos le vinieron ganas repentinas de sonarse la nariz, de eliminar algo que le molestaba.   Mi amigo se caracterizó siempre por el particular ruido que provocaba al intentar despojarse alguna sustancia de su prominente y curva nariz, que con nada logró disimular, ni siquiera con un par de lentes recetados por una leve miopía. 
      Un estruendoso ruido, como era costumbre, ocurrió en el momento de eliminar las sustancias de su nariz, de su organismo, largo y flaco, cubierto por esa piel curtida, bronceada en largas jornadas de trabajo, por permanecer sobre andamios a la intemperie durante gran parte del año. Cuando miró el pañuelo -para doblarlo- notó algo raro que le llamó la atención. El color de la sustancia y la consistencia le recordaron otra cosa distinta al moco, propiamente dicho. Sus dedos rascaron su cabeza, en un claro gesto de duda. 
     El sol entraba por la ventana y se reflejaba en un pequeño charco de agua, que había en el baño. Formaba una figura amorfa y móvil en el techo, a la cual miró casi perdidamente. Juan pensó en el tabaco que a diario consumía, en los años que hacía que fumaba, y en otros sin fin de por menores, difíciles de escudriñar en la mente preocupada de un hombre. 
     Su frente se frunció, se arrugó transversalmente primero, y luego verticalmente, para luego adquirir una expresión confusa. Algo lo perturbó, el vívido recuerdo de un amigo que había muerto hace tiempo, años atrás, de tuberculosis. “Esto no puede ser –se dijo- yo no puedo tener semejante cosa. Me preocupo demasiado, es que me hago un drama por cualquier cosa. Esto no es sino una tontería. Pero en todo caso, por las dudas, iré al médico. Sí, él sabrá enseguida lo que es”. 
      Al día siguiente, aún preocupado, fue al médico. Aquella sustancia, algo extraña, según su criterio, seguía saliendo. Fue temprano y tuvo mucha suerte, pues logró que el médico de la guardia lo atendiera con prontitud. 
       Juan tuvo que llenar una ficha médica, para lo cual el galeno le preguntó el nombre. 
      −Juan Ramírez, respondió mi amigo. 
     − Qué lo trae por aquí... -le preguntó el clínico. Luego observó, cuidadosamente al paciente, lo notó algo apesadumbrado. Escuchó el relato y las impresiones de Juan. Sin embargo, a primera vista y a buen ojo de clínico, Juan no presentaba ningún síntoma que indujera a pensar que tuviese alguna enfermedad. Le realizó una exploración toráxica de rutina, para lo cual le pidió que tosiera. Le hizo, después, algunas preguntas y le aclaró que no encontraba nada extraño. Sin embargo, ante la insistencia del paciente, le indicó la realización de estudios rutinarios de esputo y de mucus nasal. Para lo cual, Juan tuvo que ir tres días después al hospital.   
    Al tercer día se presentó, nuevamente, ante las puertas del nosocomio. Se quedó mirando hacia adentro, al tiempo que de su prominente nariz volvió a brotar aquella sustancia tan parecida al mucus ordinario, pero de coloración extraña, algo distinta. 
     Ingresó, nerviosamente, al laboratorio. Pero luego de simples preguntas, el encargado, le hizo pasar a una salita separada, donde fue atendido por una hermosa joven, cuyo guardapolvo blanco, demasiado delgado, permitían ver sus prendas interiores, lo que hizo sonreír a Juan. La señorita le indicó el modo de obtener la muestra, le entregó un par de recipientes. Tras recibir las muestras se retiró y le pidió que regresara al otro día. 
     Al día siguiente, Juan fue a retirar los resultados. Se presentó ante el laboratorista, que buscó los resultados y se los entregó en un sobre cerrado. Juan tomó el sobre y se los llevó al médico que lo había atendido días atrás. Así le había dicho que hiciera la primera vez que lo atendió. Y aunque habían pasado los días, Juan permanecía inquieto, su mente tuvo más tiempo para preocuparse y estaba, quizás, a punto de saber la verdad sobre aquella sustancia. 
     Era temprano aún, así que había poca gente en los pasillos. Llegó enseguida frente a la puerta del consultorio, dio un par de golpecitos y, desde adentro, una voz grave dijo: “pase...” Al verlo, el hombre del pulcro guardapolvo blanco se paró y extendió la mano para indicarle que tomara asiento. Juan le entregó el sobre y depositó, en su interlocutor, una mirada inquisidora, intentando escudriñar en los pensamientos del galeno. 
    El médico leyó detenidamente lo que decían los papeles. Eran varios y venían acompañados de extensas notas de profesionales. Una de ellas, particularmente, y que llevaba la firma de cinco peritos al pie. Era la opinión de destacados doctores a los que había acudido el jefe responsable del laboratorio. El médico, frunció el seño, tomó algo de tabaco, cargó su pipa y la prendió pausadamente. Era una licencia que este médico se permitía y que extrañó a Juan. Dejó escapar un bocanada y, en ese instante, miró a su paciente fijamente a los ojos, con un dejo de preocupación y de admiración, pues el informe era claro y definitivo, aunque increíble casi el caso. 
     − Me temo -dijo el médico- que es usted una persona impresionante. 
 El paciente -mi amigo- quedó mirándolo, perplejo, al hombre que tenía enfrente. 
    −Señor Juan Ramírez –continuó el médico- debo comunicarle que sus preocupaciones han sido realmente justificadas, y este examen así lo comprueba. 
     − ¿Cómo dice? ¿Qué es lo que quiere decir con…? 
    −Posee usted… una inteligencia fuera de lo común, una agudeza pocas veces vista. Pero me temo que esa fuerza poderosa que usted tiene, se le está escapando por los orificios nasales. 
    − ¡Cómo! ¿De qué habla? 
   −Sí, así es, lo que a usted le llamó la atención y por lo cual me consultó, ni más ni menos, mi amigo, son porciones de su brillante inteligencia. Para ser más claro... parte de su cerebro. 
                                                                                                                                    Pedro Buda 1993
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