¡Bienvenidos! En este blog encontrarán mis cuentos, relatos de viaje y otros formatos de comunicación, así también, enlaces para acceder a mis libros, blogs y sitios donde comparto archivos de audio y video. También hay materiales de otros autores. Mi nombre es Walter H. Rotela. Los invito a dejar sus huellas junto a las mías.
martes, 31 de marzo de 2009
PURO ROCK FORMOSEÑO
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ESTA BANDA SIGUE CRECIENDO Y TAL VEZ NO LOS HAS ESCUCHADO AÚN... DATE LA OPORTUNIDAD Y DALE LA OPORTUNIDAD A ELLOS DE MOSTRARTE LO QUE HACEN EN ESAS TIERRAS DE LARGAS SIESTAS E INTERMINABLES TERERÉS.
Cuento: Torres y cúpula de una iglesia o...
Torres y cúpula de una iglesia o...
Eran como las ocho de la noche o de la tarde, cómo saberlo en forma exacta. El sol estaba perdiéndose vertiginosamente tras aquella lejana, siempre inalcanzable, línea horizontal, fin de nuestra visión, destino hacia donde llevamos nuestras efímeras vidas.
Había zonas oscuras en la superficie, y en el firmamento pequeñas nubes se intercalaban con alguna que otra estrella, viéndose cual si fueran lucecitas titilantes. Inmensos planetas y galaxias como si fueran intrascendentes destellos, sin importancia.
Venía yo caminando, mientras silbaba alguna melodía conocida, como medio de distracción y de hacer más cercano el punto de llegada, cuando son los pies los que conducen, siempre más lentos que el deseo de llegar.
Alcé la vista cerca del semáforo y vi a la mujer. Desde hace mucho conocida de tanta ida y vuelta, que cargaba sus ropas, viejas o nuevas, pero siempre apelotonadas dentro de un par de bolsas. Traía sobre los hombros, cubriéndole parte de la espalda, una improvisada capa, hecha de trozos de grandes bolsas de plástico, transparentes. En sus labios, además, acusaba ese esbozo de sonrisa que casi siempre luce, y que tal no es, pero parece, mas sólo desconcierta. Pues, cómo podría aquella mujer alegrarse, con la vida que le tocó vivir, con esa pesada carga
de ser hoy habitante de las calles cuando en el pasado fue una enfermera profesional.
Pero al elevar la vista vi no sólo a la mujer, sino también, algo tan conocido como ella: la cúpula de una iglesia que se yergue, llamativa, sobre el cerro, dominando gran parte de la ciudad. Y con quien se comunica a través de las lámparas de la avenida, que relumbran todas las noches.
Me llamó mucho la atención que en la cúpula fulguraran dos verticales ventanas rectangulares, lo cual seguramente era producto de que las luces, en su interior, estuviesen encendidas, pero... Así también, otra cosa extraña, además de la semiesfera propia de la cúpula, noté dos columnas paralelas, una a cada lado, lo cual –pensé rápidamente- serían las torres de los campanarios. Pero... desconcertado quedé al instante. Ante mis incrédulos ojos, la cúpula comenzó a moverse, y entonces, fregué mis párpados un par de veces: ¡no podía ser!... ¡Eso no era posible! No supe articular palabra; no pude avisar a nadie, y nadie sino yo, se dio cuenta. Nadie se dio por enterado de lo que sucedía. Todo el mundo corriendo, en sus autos; en el ómnibus, hora de salida del trabajo; otros, como yo, volvían a sus pequeños mundos de cuatro paredes o corrían a los negocios antes de que cerraran.
La cúpula, a esa altura, “innominada esfera”, continuó elevándose verticalmente, y al mismo tiempo, las dos columnas -las supuestas torres de los campanarios- se doblaron. Estaban, entonces, articuladas con la semiesfera y se colocaron en posición horizontal. El conjunto todo continuó ascendiendo.
Todo ocurría progresiva, rápidamente y yo sin poder dejar de observar. Estaba anonadado, estupefacto, sin lograr avisar a los otros, lo extraño, lo increíble, pero cierto hecho, que sucedía ante mí.
La cosa aquella, lo que antes semejaba torres y cúpula de una iglesia, con sus torres o lo que fuese, perpendicularmente desplegadas, cambió de dirección y sentido. Se desplazó horizontal y descendente, milisegundos después, ascendía vertiginosa y verticalmente. Se perdió en el espacio infinito, en un tiempo tan fugaz como la realidad misma de los acontecimientos cotidianos.
Pedro Buda
Cuento: La casa de al lado
La casa de al lado
Siempre que uno llega a cierto lugar desea, antes que nada, ponerse al tanto de lo que conforma el folklore, el acontecer de los pobladores. Uno pregunta, lee, observa lo que las formas arquitectónicas dicen. Así, uno comienza a recorrer las calles, en busca de datos que nos indiquen: quién vive en los alrededores; qué clase de gente permanece y quién la habitó anteriormente.
Poco a poco, se va conociendo al verdulero, al carnicero, a la mujer que tiene el puesto de flores y a la que regentea la agencia de apuestas de la zona.
El interés por saber donde estamos parados nos lleva a conversar con la gente más próxima, con la que más sabe de las cosas del barrio o del pueblo. Así nos topamos con el viejo almacenero. Es él quien nos cuenta sobre los antiguos moradores, sobre sus costumbres, cómo compraban, y cómo lo hacen hoy, los hijos y nietos. Claro, han aparecido los grandes supermercados, donde el hombre o la mujer van, sin bolsas -las antiguas chismosas desaparecieron- y sin dinero, compran con el plástico -que todo lo resuelve-, andan con apuro.
Con paciencia -mientras atiende a los otros clientes- nos cuenta este almacenero, sobre los antiguos dueños de viejas casas que sobreviven a los tiempos. Nos dice sobre el año que se construyó la otrora “casona”, hoy más o menos que en ruinas, convertida en pensión.
Así, día tras día, nos vamos enterando del desarrollo del barrio, de la vida que ha transcurrido sobre sus calles, dentro y detrás de casas y altos muros, actualmente tapizados por verde azulado musgo y verdes claros helechos.
Hay mucho que se sabe, sin haber visto nunca nada. Pero, por qué negar su existencia. Aunque hay cosas, que hasta a la vecina o vecino, más inmiscuido en los asuntos de todos, se le puede escapar. Así, el caso de cierta finca, que ahora contaré.
La casa, en realidad es enorme, la superficie del terreno es algo irregular. Pues, si uno ve el frente percibe sólo ocho metros de frente. Uno cree que es una “casa corredor”. Pero la verdad dista mucho de ser como pensamos. Como suele ocurrir, generalmente. Bien, el frente no dice nada, de que la casona posee un amplio terreno detrás; además, tiene otra entrada por la otra calle que corta la que creemos es la entrada principal.
La construcción es vieja, lo denota el tipo de muro -que posee revestimientos muy recargados- y tejas que hoy ya no se usan. Y las puertas como las ventanas son altas y angostas, contienen una gruesa capa de polvo y barro acumulados con los años. Un par de gruesas cadenas aseguran la no-entrada al lugar. No existe ningún cartel que esté en venta o que esté clausurada por algún motivo expreso, como suele verse en algunos otros sitios, que por disposición judicial lucen carteles aclaratorios.
La casualidad es, muchas veces, la encargada de que se produzcan importantes descubrimientos o hallazgos. Una pelota, de niños que jugaban en un jardín lindero, fue a dar al gran patio de la casa en cuestión. En entrar pensaron los niños. ¿Entrar?... se cuestionaron los padres. Pero la pelota era del niño amigo, el que vino a jugar y pasar la tarde; además, era de cuero y una número cinco, con los colores del equipo. Era necesario entrar, no cabía la menor duda.
Tras deliberar un rato, el padre de Andrés, el pelirrojo, se trepó hasta el borde superior del muro. Miró en derredor y no alcanzó a ver la pelota. Los niños quisieron acompañarlo, y así lo hicieron, segundos después. Los tres se internaron en el enorme patio.
El sol marcaba casi el final de la tarde, dejaba caer sus oblicuos rayos y aún acaloraba a los habitantes de las tranquilas calles. Dentro del patio, el silencio era total, casi sepulcral. Los tres caminaron con sigilo, con los ojos abiertos, de par en par. Abrieron sus sentidos a fin de percibir cuanto estaba ante ellos.
En el patio había restos de una vida normal, las cosas estaban en su sitio. Sillones, bancos y mesas, plantas, pero cubiertos de polvo y musgo. Daban la sensación de cosas envejecidas. Como quien deja todo en un apuro y se va. Olvidando que quedaron a la intemperie.
La primera sorpresa fue encontrar la argolla del perro y una mancha, como si los restos del mismo se hubiesen podrido en ese mismísimo sitio. Un plato, de latón, delante de la argolla yacía, era lo que oficiaba de maceta, de una silvestre vegetación, que eligió eso como su asiento.
La suposición de que el perro hubiese muerto allí, podría ser o no cierta, pero les pareció que así fue. En tantos años de estar afuera sus restos, pudieron haberse desvanecido -por completo- los elementos de su esqueleto.
Estos hallazgos y el no dar con la pelota de fútbol, acrecentó la innata curiosidad de los invasores. A esa altura de las circunstancias, algo indicaba que ese conjunto de cosas que veían ante sí, ese todo envejecido, nunca había sido visitado por nadie, antes de ese preciso momento.
Se impuso la duda al fin, proseguir en la búsqueda o retirarse inmediatamente. El tiempo transcurría certero, y la tarde mutaba a noche, lenta pero continuamente.
Como casi siempre, la curiosidad pudo más que la prudencia, entonces, los tres continuaron la búsqueda. A esta altura la investigación iba más allá de buscar la pelota, era ir tras algo inesperado. Tal vez, había algo más por descubrir.
El adulto se transformó, entonces, en el guía, y los dos niños lo siguieron. Ingresaron al interior de la casa. El mobiliario estaba completo. Había cristales y platos, vasos y cubiertos puestos sobre una mesa. Todo como quien tiende una mesa para almorzar o cenar. Al lado de la mesa, un mueble viejo de buena madera y antiguos cristales, se mantenía erguido. Conservaba lo mejor de sí y de su rico contenido de cristal y plata.
¿Cómo era posible que estuviera aquello así, sin nadie que lo tocase nunca? ¿Por qué los candados y por qué adentro el conjunto estaba como quien ha decidido irse… a ningún lado?
Los niños se tomaron las manos entre sí, y junto al hombre continuaron buscando... Buscando una respuesta, que tal vez no estuviese realmente allí.
Tras mirar el lugar nuevamente, pero desde el interior, notaron que había una abertura en el piso, al costado de la puerta que da al patio. Una tapa de madera, que estaba abierta, era lo que daba la impresión de que eso era la entrada a un sótano.
Un sótano -dijeron los niños. Tal vez la pelota cayó allí –dijo el padre. Había una llave de luz justo encima de la puerta. Por si acaso, el hombre movió la perilla. ¿Casualidad...? Una luz se encendió dentro. Surgió otra pregunta, inmediatamente... ¿cómo podía haber electricidad en aquél lugar abandonado? Tal vez, sólo tal vez -pensó el hombre- ocurrió uno de esos comunes casos de traspapelado. Aunque hoy sea todo computarizado, aún ocurren cosas raras, gracias a la acción del “ser inteligente”. Como dijo el añoso y experimentado Karl una vez: “Hombre es hombre”.
Ingresaron los tres. Primero Osvaldo, el padre de Andrés. Miró en derredor y luego de un largo minuto de silencio, llamó a los chiquilines.
Como un viento, corrieron escalera abajo, los niños. El aire estaba enrarecido. Una atmósfera un tanto lúgubre y misteriosa. De repente, la luz se apagó. Quedaron totalmente a oscuras. Osvaldo tomó la iniciativa y dijo: tranquilos, quédense donde están y dejen que sus ojos se adapten a la oscuridad. Mientras tanto él, tanteando la pared, llegó a la escalera y condujo a los niños hasta allí.
Una vez arriba, los tres permanecieron un tanto mudos e inexpresivos. La pelota de fútbol no pudo ser encontrada, aún. La lámpara, que extrañamente se había encendido, se apagó. La mesa preparada como para tomar un alimento estaba, increíblemente, en un estado impecable. Como si se hubiese preparado para tomar un alimento y a último momento desistieran los comensales, pues había platos para dos.
Fueron hacia el muro -que separa la propiedad de la casa de Andrés- y lo cruzaron. El acto de traspasar tenía en sí mismo cierta magia. Una cosa era estar de un lado y, otra distinta, del otro lado de la pared. Sólo al día siguiente, cuando volvieron en busca del balón y de ese algo más, totalmente inexplicable que los atraía, lograron entender. Toda esa noche corrió vertiginosamente. Osvaldo no pudo conciliar el sueño y tampoco su hijo Andrés. Algo los mantenía en estado de vigilia, pero no atinaban a ver ese presente de noche estrellada, sino que estuvieron abstraídos en explicar ese pasado que estaba allí, al lado, en la oscuridad.
Al día siguiente, cuando hubo amanecido y lograron desayunar, volvieron a cruzar el muro. Puede decirse que la búsqueda tuvo éxito. Quien busca al fin encuentra, la perseverancia lleva a la obtención de logros. Encontraron la pelota de fútbol. Pero hubo un hallazgo más importante aún. Tropezaron, insólitamente también, con los antiguos moradores y dueños de la casa de al lado. Ambos estaban en su casa, o mejor dicho, estaban sus restos en el sótano, en sendas cajas de prolija confección casera, hermética y segura. Quién lo diría...
Pedro Buda 98