martes, 13 de agosto de 2013

Cuento: ALMAS DANZANTES

En plena siesta de un viernes, un grupo de niños pequeños, de entre tres y cinco años,  se empezaron a reunirse frente al edificio que llamamos templo. Poco a poco, conformaron un grupo de unos diez.
   Que unos niños se reúnan en la vía pública no debiera considerarse algo extraño. No lo es en sí. Pero cuando no hay un motivo aparente, la cosa cambia.
    Al grupo de niños se les sumó un número, aunque reducido, pero que iban in crescendo, de perros que se acercaban al mismo sitio.  Más bien a la base de una de las torres.  
   Los niños concurren a un jardín de infantes que funciona al lado de la iglesia. Era la hora de la entrada pero se demoraban mirando, casi como hipnotizados y sonrientes hacia el mismo sitio. Primero sonreían, luego comentaban entre ellos. Algunos balbuceando y otros señalando y diciendo: ‘Gasper’ ‘Gasper’.           Señalaban con la mano el ‘movimiento’ de algo imperceptible para los adultos que esperábamos que nuestros hijos ingresaran a su hora de actividad preescolar.
    Por los comentarios que hacían y el movimiento de sus índices era evidente que seguían, miraban algo que pasaba sobre ellos, pero que no estaba quieto. Los perros, igualmente, seguían con su vista algo, al tiempo que ladraban pero de un modo un tanto raro. Nosotros los adultos no percibimos nada excepto sus movimientos y que algo intentaban indicar con sus índices.
   Era extraño ver a esos niños y animales en dicha actitud. Pero en fin, todo acabó tras unos diez minutos. Los niños se desconcentraron e hicieron lo habitual: seguir el llamado de sus maestras que voceaban desde la puerta. Casi roja, una de ellas, a esa altura de insistir por unos cinco o siete minutos.
   Del caso me olvidé y no hubiese recordado de no ser que volvió a repetirse la escena un mes después. Y justo a la hora de la entrada, nuevamente. Quise no prestarle atención, pero lo hice y recordé. Y empecé a investigar que había en la zona hacia donde miraban los pequeños. Los animales estuvieron ausentes la segunda vez. Interesante fue lo que hallé. Hablando con el párroco me comentó que antiguamente en ese costado del templo estaba el cementerio parroquial. “Pero eso fue hace muchísimos años, demasiados.   Hubo que trasladar lo que quedaba, que era casi nada” -agregó. 
   Acepté entonces, no podía no hacerlo, que los pequeños, los niños y también los animales, ven más que nosotros. Ven lo que al crecer olvidamos o necesitamos olvidar. Ven las almas de aquellos que compartieron con nosotros y murieron,  y sin embargo, no se fueron, están como almas danzantes entre nosotros.
Pedro Buda
Walter Rotela
                                                                                                                                                     2013 

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