La
noche empezaba a insinuarse, era como las seis de la tarde, en pleno invierno.
El sol se ocultaba veloz tras la inasible línea horizontal, justo cuando
llegábamos al almacén-cantina de don Indalecio. Un punto de encuentro de
peones, capataces y otra gente de campo.
La cantina tiene de todo, o, casi. Tanto
hay bebidas blancas como cervezas, vinos o fiambres; así también herramientas,
útiles de limpieza como calzados y... ¡quién sabe qué más!
Llegamos al lugar por casualidad con un
amigo y compañero de trabajo. Realizamos el tendido de líneas telefónicas y nos
tocó hacer instalaciones en un pueblo a unos ochenta kilómetros de la capital.
Era tarde, habíamos terminado la jornada, y desde la ruta, vimos algo de luz.
Apenas se notaba la presencia de lo que nos pareció un almacén de campaña. No
nos equivocamos.
Nos acercamos despacio con el vehículo;
pero estando cerca quedó claro que era una suerte de pulpería, de viejo almacén
de campaña. Conserva, al mirar en su interior, sobre el mostrador, una reja
característica de las viejas pulperías. Ésta cubre sólo la mitad del mostrador,
siendo hoy poco más que adorno y no cumple con su cometido del pasado de
separar al gaucho, al cliente, del que atiende la cantina-almacén.
Descubrimos que el lugar es el punto de
reunión, casi obligado, de los parroquianos en las horas de la noche, pues poco
después de la caída del sol se fueron acercando, saliendo no sé de dónde, uno a
uno, varios hombres que llegaron de a pie o en motos pequeñas.
Nosotros, por nuestro lado, a esa altura
del día, sentíamos el cansancio acumulado, y, siendo el último día de la semana
laboral, nos dimos la oportunidad de tomar un descanso. Por eso pedimos la
primera cerveza, más una picada de queso de chancho y pan.
A pocos kilómetros estaba el pueblo.
Habíamos acordado quedarnos allí el fin de semana. Un viejo amigo nos ofreció
hospedaje. Lo llamamos y prometimos llegar sobre las diez de la noche. Nos
esperaba.
Entre charla y charla surgió una
historia interesante. Resulta que en la zona vivía un caudillo político que
había mandado construir una serie de túneles para poder escapar de eventuales
perseguidores.
Según el relato de don Indalecio, el
túnel tenía más de una entrada en el interior de la casa e igualmente varias
salidas en el exterior. Todas, claro está, estaban perfectamente ocultas. Y los
tres o cuatro hombres que los habían construido al túnel, habían desaparecido.
"Cómo si los tragase la tierra..." aclaró don Indalecio. Él conocía
el tema por boca de un estanciero de la zona, amigo de uno de los nietos del
caudillo.
̶ Don Elías, era nieto del viejo
caudillo. Él dice que descubrió el túnel por casualidad, jugando en la casa
-relata don Indalecio. Le preguntó a su abuelo –continuó- y éste casi lo muele
a palos. Sin embargo, el viejo caudillo, prefirió contarle una gran mentira y
le pidió que jurase, por su vida, no mencionar a nadie sobre el tema, nunca. "La historia del mundo, depende de eso"-le
dijo y lo convenció no más. Pues pasaron muchos años antes de que él se animara
a compartir la historia.
̶ ¿Y qué le dijo el viejo? –pregunté,
sin aguantarme.
̶ Bueno... Él dice, que el viejo le
contó que ese túnel llevaba hasta una cueva. A ella acudían unos seres que
cuidaban la tierra, se encargaban de mantener el perfecto equilibrio de todas
las plantas y animales. De ello depende –le aseguró- la vida del planeta.
̶ ¿Y el niño le creyó realmente? – quiso
saber mi amigo Rodolfo.
̶ Quizás, porque como le dije antes,
juró que no hablaría del tema con nadie nunca. Y lo hizo recién después que el
caudillo murió. Había entendido, en su adolescencia, que el abuelo tenía sus
razones para mantener en secreto aquél túnel. Más de una vez escuchó historias
sobre su actividad política, sobre sus pensamientos respecto de lo que debía
ser el país, algo muy distinto a los tendencias comúnmente aceptados en la
época del viejo caudillo.
̶ ¿Y don Elías, aún vive? – pregunté.
̶ Sí, vive – contestó don Indalecio que
parecía disfrutar narrando aquellas historias del campo. Él mismo me contó –en
oportunidades que pasó por aquí a tomarse una copita−que, varios años después
de la muerte del caudillo, fue a la propiedad movido por la curiosidad que le
provocaban aquellos disimulados túneles.
Y lo interesante es que conserva, en su
fuero interno, eso de que había hecho una promesa. Pero la curiosidad fue
mayor.
"¿Y qué encontró?" –preguntó
mi amigo, al mismo tiempo que yo.
̶ Descubrió que el túnel –continuó la
narración el cantinero, pero antes hizo una larga pausa, mirando alrededor,
como para confirmar que nadie lo estaba escuchando, excepto nosotros, o, para
crear un aura de misterio a la cosa narrada− tenía ramificaciones.
̶ ¿Ramificaciones? –pregunté, casi sin
querer.
̶ Sí, es que al túnel se accedía desde
más de una entrada en el interior de la casa. Y además, tenía más de una
salida. Una de ellas daba a un bosquecillo que bordea el río. Incluso encontró
un tronco hueco, perfectamente cerrado en sus extremos con una suerte de brea y
trozos de madera cabalmente encastrados, cubierto por ramas de arbustos. Esto
–aclaró el nieto del caudillo– bien pudo ser una suerte de canoa que pasara
desapercibida, para cualquier paisano que deambulara por esos lares.
El túnel está intacto en casi su
totalidad. Por si fuera poco, está revestido por ladrillos en algunos sectores
y, en otros, por piedras muy bien colocadas. Las entradas están disimuladas
hasta el día de hoy.
La propiedad está habitada en la
actualidad por una familia que desarrolla tareas rurales en el mismo predio.
Son personas algo mayores y que nunca comentaron nada respecto a algún túnel o
cosa parecida. Desconocen la historia del lugar, aunque saben que allí vivió el
personaje al que se refieren como "el caudillo".
El nieto recorrió toda la extensión del
túnel y sus ramificaciones de palmo a palmo y comprobó que era una prodigiosa
obra de ingeniería, pues la obra se mantiene en pie y oculta a las miradas de
extraños. Porque, aunque la historia es narrada por nuestro anfitrión don Indalecio,
jamás nos refirió sobre el lugar exacto donde se encuentra la chacra.
La narración surgía de boca de don Indalecio
en forma lenta, pausada, de voz ronca casi, grave, producto del tabaquismo. El
tiempo había pasado, si lo medimos por la botellas de cerveza que se fueron
abriendo. A esa altura éramos unos diez parroquianos que seguíamos, con mucha atención, las palabras del cantinero. La atmósfera que se había creado era
increíble, parecía una suerte de teatro, donde, también nosotros, éramos
actores invitados.
Pedro Buda
2015
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El túnel del caudillo -
CC by -
Walter Hugo Rotela González
*Este texto forma parte del libro
Serie Túneles publicado en Editorial Bubok