Registro y edición de imagen Walter Rotela
Era la segunda vez que acampábamos en el monte a
orillas del Rodríguez. Nos sentíamos cómodos y a la vez gratamente sorprendidos
por la tranquilidad del lugar. Se escuchaba el sonido de las hojas moviéndose en
los arbustos. Sobre la superficie de la laguna se formaba, a esa hora temprana
de la mañana, suaves ondulaciones que rompían en la orilla. Una combinación que
adormece los sentidos.
Juntamos leña,
ramas caídas de los alrededores y empezamos a armar la fogata que no se
apagaría hasta el fin del campamento. El agua para el mate salió en poco
tiempo. Tras eso calentamos el aceite para freír las tortas fritas. El olor se
extendía por dentro del espeso manto verde que se extiende a todo lo largo de
la orilla.
Uno de los
peones de campo se acercó a caballo. Arriaba cabezas de ganado cuando sintió la
fritura. Lo convidamos y quedó encantado. Él devolvió la gentileza compartiendo una
botella de anís que traía colgada en la montura. El trago fue bienvenido. Entre
mate y mate lo consultamos por unas huellas que volvimos a ver a orillas de la
laguna. Le contamos que las habíamos visto en la visita anterior y que nos
llamó la atención. Le explicamos que si bien la habíamos observado con atención
no pudimos determinar de qué animal eran las huellas.
̶ Lamento...
Lamento pero no sé, tampoco, de qué son. Nosotros también las vimos y aunque
creíamos que pertenecían a un jabalí... No corresponden –dijo el paisano.
̶ Nos contaron
que mató a un perro, al blanquito ¿no? –le dijo el chino, que disfrutaba de los
perros y, en esta oportunidad, había traído uno de los suyos para salir a
cazar.
̶ Sí, es cierto.
Le destrozó la cabeza –confirmó el peón. Su mirada se perdió en la otra orilla.
Quedó muy quieto sorbiendo un amargo. Se encogió de hombros por un rato que
pareció interminable. El sol comenzaba a asomarse por encima de la colina del
este. Se acomodó el sobrero y avisó que quedaba a las órdenes. Nos pareció una
despedida abrupta; pero pensamos que este gaucho moderno ,que anda con su
celular encima, tiene sus cosas y así
hay que respetarlo.
Cuando el peón
montó se volvió hacia mí –que lo había acompañado hacia el borde del monte
donde dejó pastando a su caballo– y en voz baja me dijo: "Tenga los ojos
abiertos. Pa' mi que el bicho ese... Anda suelto. No sé por qué; pero por si
las moscas..."
− Bien...
estaremos atentos −le prometí llamarlo
ante cualquier eventualidad. Lo vi alejarse lentamente, mientras prendía su
tabaco armado minutos antes cerca del fogón, mientras amargueaba.
Al regresar al
campamento los amigos estaban en silencio y mirando hacia la otra orilla. Uno
de ellos tomó la cámara de fotos e hizo un par de disparos. Al verme llegar se
acercó y me mostró la última foto. Me sorprendió.
Para este
campamento nos organizamos mejor que para la vez anterior. Éramos los mismos
seis y eso era bueno. Dos irían a cazar mulitas con el perro; dos cocinamos el
cordero recién carneado en la madrugada, cuando llegamos al puesto de doña
Rica. Los otros dos pescarían.
Eduardo y yo nos
dividimos tareas. Él fue a buscar más leña y yo preparé la carne. Armé los
fierros para encajar el cordero que lo haríamos a la estaca. Arrimé más leña y
distribuí brazas. A mi costado se calentaba agua. La olla con la grasa se
enfriaba más allá. Los que pescaban estaban absortos en lo suyo. Uno de ellos,
sin embargo, oteaba en dirección a la otra orilla. No decía nada; pero estaba
atento, o mejor serpa decir, lucía preocupado. Resté importancia al asunto.
Quizás aún estaban con sueño. En realidad no habíamos dormido esa noche, pues
estuvimos viajando toda la noche para llegar a la laguna.
Eduardo volvió
con ramas y con una sonrisa extraña. Le pregunté qué pasaba.
̶ ¡No vas a
creer! –me dijo. Seguía sonriendo pero con una sonrisa involuntaria.
̶ ¿Qué... no voy a creer? –le respondí,
mientras me servía un mate y me acomodaba en la silla plegable.
̶ Escuchá... –me
dijo, al tiempo que reproducía una grabación hecha con su celular.
̶ ¡Y eso! Es
como un gruñido... –exclamé al escuchar; pero que también fue oído por los
pescadores. Los que se acercaron. Eduardo volvió reproducir el audio.
̶ No estamos
solos... –dijo Gustavo, al tiempo que agregó: "Me pareció ver algo del
otro lado".
Recordé la
imagen capturada por la máquina un rato antes.
̶ ¡Sos un cagón!
– le gritó "Chuleta" -el hijo- que siguió pescando. Tras decir eso sintió un tirón en la tanza y
dio un manotazo firme, recogió y tiró con fuerza al pescado fuera, hacia atrás,
al pasto. Le brillaban los ojos de alegría. Todos soltamos al unísono una
estruendosa carcajada. Como la zona está rodeada por el monte y como en un bajo
eso pareció retumbar. Como un eco se oyó. El chiquilín bailaba de alegría
alrededor de la fogata. Era el único que hasta ahora había pescado algo. Volvió
a encarnar el anzuelo, y ató a una rama la tanza, para ir en busca de una taza
de leche chocolatada, caliente. Había leche en polvo y chocolate sólo para él,
el resto preferíamos un mate amargo. Tomó un par de tortas fritas que aún se
escurrían en la parrilla. En eso se escuchó un ruido. Nadie dijo nada.
Intentamos oír con atención. Sólo el viento movía las hojas y nada raro volvió
a oírse el resto del día.
Cuando promediaba
la media noche aún andábamos en vueltas. Corría el vino tinto, algo de wiski y
las historias de zombis. En eso escuchamos ramas que se movían, en la dirección
donde estaban estacionados los vehículos, en una de las entrada al monte desde
la pradera. Todos atinamos a mirar en esa dirección por unos interminables
segundos, hasta que por entre el ramaje se apersonó don Rubito y el peón que
nos había visitado en la mañana. Sonrieron al vernos.
̶ ¡Qué les pasa!
–dijo don Rubito. ¿Se pasaron de copas?− prosiguió con voz baja, en tono de
broma, pero simulando seriedad.
̶ Parece que
vieron al mismísimo diablo... –comentó el peón. Éste, según noté y sin embargo
no dije nada, llevaba un crucifijo sobre el pecho y una cinta roja en la
muñeca. Eran claros indicios que era
hombre de creencias semejantes a otros hombres de campo de otras regiones.
Eduardo, casi
entre risas, comentó sobre el extraño sonido que había escuchado y grabado en
la mañana. Lo reprodujo, ahí sin más, y todos lo oímos atentos.
̶ Parece de un
grato grande –acertó a decir el chuleta, mientras miraba al padre con una
sonrisa burlona.
̶ Es otra cosa
y... No sé qué es... –aclaró don Rubito, que pidió reproducir otra vez la
grabación, con un tono más serio y menos de broma como al principio.
Al terminar de
escuchar la grabación, don Rubito, declaró: "Jamás escuché un gruñido
semejante. Porque parece eso, un gruñido".
̶ ¿Y cuando
mataron al perro ese, el blanquito, no escucharon algo similar? –quise saber.
̶ No... Tampoco
–contestó secamente don Rubito. Y cuestionó, mientras penetraba con la mirada a
cada uno, como intentando saber si no era eso una broma que le estábamos
jugando: ¿Dónde grabó eso, Eduardo?
Cuando Eduardo
iba a señalar la zona... Se escuchó el mismo sonido, semejante a un gruñido.
Sonó lejos, como del otro lado de la laguna, hacia el unte ferroviario.
El silencio fue
lo que siguió en la atmósfera del campamento. Sólo el crepitar de la leña se
oía ahora. Ni una brisa soplaba. Los recién llegados aceptaron un trago de vino
que acompañaron con cordero asado. De una bolsa, el peón, sacó un par de
chorizos secos y una horma de queso que elaboran en el puesto de Ramonita, una
chacra pegada a la de doña Rica. Todo indicaba que esa noche nadie dormiría.
Más aún cuando se propuso jugar unas partidas de truco. Las que siguieron
entrada la noche. Alguno que estaba cansado desistió de seguir y se tiró a
dormir al costado del fuego.
Sobre las cinco
de la mañana, don Rubito que había quedado dormido en una silla se despertó
abruptamente. Fue así porque se escuchó el ladrido desesperado del perro del
chino. El cual estaba atado para que no le tentara el cordero asado que aún
estaba sobre la parrilla, pero con las brazas apartadas.
Finalmente,
todos despertaron, es decir, salieron de la somnolencia, puesto que más de uno
no quiso aflojar, pero el sueño los había vencido. Sin embargo, el perro no
paraba de ladrar y todo el mundo se puso en pie.
Un trozo enorme de
carne faltaba en la parrilla. Fue Eduardo el que se percató primero. Miró al
perro que seguía atado y ladrando. Atiné a arrimar leña a lo que quedaba de las
brazas y vi una huellas.
̶ Vieron
estas... –dije, señalando las huellas a un costado de la parrilla. Eran las
mismas que habíamos visto anteriormente; sin embargo, estaban justo ahí, en
medio del campamento. El perro seguía ladrando. El Chino lo soltó y buscó su
ballesta. Eduardo fue al coche a tantear su arma. Se la calzó en la sobaquera.
Un calibre 38, caño largo que guardaba en la guantera.
El peón y don
Rubito sacaron armas blancas que traían enfundadas al cinto. Quedó claro que
era el bicho y que el perro lo estaba oliendo o escuchando. Todos, linternas en
mano, encararon hacia el monte, por el oeste. Sin embargo, don Rubito,
conocedor del lugar, aclaró que era mejor salir del monte y buscar entrar por
los otros lugares. La vegetación se volvía espesa en sectores y no permitía
avanzar. Menos aún, en medio de la noche. En tanto se daban todos estos
movimientos, el chuleta, seguía dormido dentro de la carpa.
Al bicho del
monte, cuyas huellas estaban marcadas a un costado de la fogata, nadie pudo
seguirlo realmente. Todo rastro o signo de su presencia se perdía conforme
avanzamos. También se extravió al perro, que dejó de ladrar o que dejamos de
escuchar.
A eso de las
ocho de la mañana, quizás un poco más, se despertó el chueta. Fue revisar sus tanzas que seguían en el agua y
alzó la vista hacia la orilla del frente.
̶ Miren...
–gritó. El perro del Chino. En ese caminito de enfrente, bajo las ramas. Está
mirando para acá...
El perro estaba
sano y a salvo. El Chino lo contempló por un rato y se emocionó. Su perro, el
sabueso "Pirata" le movía la cola.
De no sé dónde algo
atacó al Pirata y lo perdimos de vista. Apenas un ladrido. No más. No se oyó
nada más. Todo pasó muy rápido.
El Chino saltó a
la laguna para ir tras su perro. Se calzó la bolsita de las flechas al hombro y
la ballesta en su mano derecha. Cruzó en tres brazadas la laguna, que no es muy
ancha, sino más bien alargada. Nosotros entre que lo mirábamos y aprontábamos
unos mates armamos algunas cosas del campamento, para que estuviera más
prolijo.
Estaba aún
húmedo el suelo, el sol subía con rapidez.
̶ No pude
verlo... No pude verlo... –repetía el Chino en la otra orilla mientras se
acercaba ante nuestra vista. Le tiré dos flechas... Pero nada. El perro fue un
campeón –gritó él. Traía en los brazos al fiel can que estaba hecho una
piltrafa. Ésta había sido su última salida.
Sepultamos al
perro en medio del monte, en una zona alejada del campamento, y a la cual, por
esas cosas de la vida se colaban la luz, en forma de finos haces. Vimos al
Chino cerrar la fosa y saludar a su compañero caído. Como despedida todos,
incluso el Chueta, bebimos un trago de wiski. Después continuamos con mate y
galletas secas como desayuno.
Era el día que
saldríamos todos a buscar algunas mulitas; pero optamos por otra presa. El
bicho del monte estaba en alguna parte, y, nosotros estaríamos tras él.
Pedro
Buda
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Atte. Pedro Buda