Cuando doña Juana llegó el martes para visitar al
santito, como de costumbre, me percaté del asunto. Sin embargo, preferí
mantenerme alerta y sin decir nada. Podría estar equivocado.
Doña Juana es
muy devota del santito. Viene cada mes en la misma fecha y me compra las velas.
Tengo el puesto justo en frente a la entrada del templo. Después de jubilarme
como enfermero, se me ocurrió esto de la venta de velas. Con el tiempo agregué
estampitas, libritos, postales, fotos del templo y de la imagen del santito.
Así conocí, en estos años, a mucha gente; incluso demasiada, para mi gusto.
El último martes
pasó algo raro, o no tanto; aunque sí particular. Doña Juana vino y compró las
siete velas rojas de costumbre. Inmediatamente percibí el olor.
Ella estaba algo
agitada, pálida. Si bien se expresó correctamente en forma oral, sentí que sus
palabras no las pronunciaba con total fluidez. Parecía faltarle el aire,
arrastraba las vocales. Pero ella siguió, como siempre, hacia el templo, aunque
con paso titubeante. Se detuvo, más veces que lo habitual, en cada escalón.
Me quedé
pensando. Ella tenía todos los signos de quien está en ese punto sin retorno,
en el camino hacia la muerte. El olor que emanaba de su cuerpo era, sin duda,
el olor de la muerte.
Al día siguiente
me enteré que, ese martes, doña Juana había partido al encuentro del santito.
Sus cenizas, sin embargo, quedaron depositadas junto a la imagen de su devoción.
Pedro Buda
2016
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Atte. Pedro Buda